miércoles, 28 de agosto de 2013

[Etiopía - 04] Emmaguey

Emmaguey y Anchinesh
Como ya es costumbre, nos levantamos a las 7:30. Desayunamos y acudimos al colegio. Hoy llueve y hace frío. Es un día desapacible pero los niños apenas cambian su rutina. Las fijas del balón prisionero juegan bajo la cortina de agua sin que parezca importarles mucho. Entre ellas, mi amiga Emmaguey juega descalza.

A Emmaguey la conocí el primer día. Un grupo de crías jugaba a balón prisionero cuando un jovenzuelo les quitó el sucedáneo de esférico y comenzó a hacerles la pascua con un meritorio repertorio de regates y requiebros. Yo nunca he sido un virtuoso del balón pero tengo alguna que otra hora de vuelo en tareas defensivas así que emulando al bueno de Joaquín Sorribas en las tareas de destrucción logré devolvérselo a las crías sin mediar falta ni amonestación alguna. Como agradecimiento a mi efectivo catenaccio, una de las chavalas - luego supe que se llamaba Emaguey- me cogió de la mano y me situó en uno de los puestos del juego (por supuesto el de dar balonazos) y allí pasé un rato la mar de divertido. 

El agradecimiento por tan heroica acción no quedó ahí y cada vez que me veían era invitado a incorporarme al juego. Terminé rehusando amablemente para evitar que mis carencias en la recepción del balón y en la puntería fulminaran mi recién adquirido prestigio y también porque me incomodaba el hecho de que a cada amabilísima oferta de incorporación le acompañaba una menos cortés exclusión del juego para alguna de las jugadoras en activo. 

Tras pasar por la zona del balón prisionero los más pequeños realizan la habitual competición por cogernos la mano. Están helados. Les caliento las manos y se parten de la risa mientras su mirada dice un "gracias" maravilloso.

Hoy Teresa nos pide que vayamos a otra aula. La tarea de hoy consiste en recortar y pegar con pegamento de barra. El objetivo es que, hojeando unas variopintas revistas llegadas desde España e Italia, los niños construyan una figura humana a partir de unas piernas, un cuerpo y una cabeza diferente.


Galletas, recreo y regresamos a la clase de los más pequeños para continuar con la caligrafía. Con independencia de su habilidad, a todos les encanta que te sientes con ellos, les cojas la mano y dirijas su lapicero. Para ello, se acurrucan en los bancos del pupitre y con la palma de la mano golpean repetidamente en la madera del asiento mientras esbozan la mejor de sus sonrisas. Son geniales.

Todos los días a las 11:30 los niños van a comer. Primero acuden los más pequeños y luego los más mayores. En el Centro intentan que la dieta sea lo más variada posible. Teresa está muy contenta de que todos los días puedan tomar fruta y, al menos dos días a la semana, coman huevo. Verles comer es realmente conmovedor. Me quedo embobado y pienso que me encantaría que todas aquellas personas que han colaborado alguna vez en la campaña "Luces por Etiopía" - y las que no- pudieran sentir lo mismo que yo al contemplar a esos niños. Una niña interrumpe mi empanamiento, me toca y me ofrece su huevo duro. Insisto, es absolutamente conmovedor.






Después de comer, y aprovechando un inusual momento de servicio telefónico en la red móvil, aprovecho para llamar a España. En la conversación me entero de que el Huesca ha perdido en casa y por primera  vez en mucho tiempo pienso ¡y qué más da!. Perdono el rato de pausa después de la comida y me voy a jugar con los niños. Hace sol y me siento a charlar con Emmaguey y una amiga suya (Julia). Emmaguey se interesa por mí y me pregunta si en España comemos ratas, perros e insectos.

Más tarde me enteraré de que Emmaguey es hermana de Assafa, que es un chaval majísimo con el que había estado charlando antes de comer. Me cuenta apenado que empezó a estudiar tarde y que su ilusión sería poder estudiar para ingeniero aeronáutico. Su amigo, Aretga, también originario del Norte de Etiopía, me había comentado que quiere estudiar medicina. Ambos me piden que rece por ellos cuando viaje a Lalibela, su lugar de origen.

Con el paso de los días descubrimos que si nos sentábamos en alguno de los bancos del patio, los niños estaban más relajados que si estábamos en pie, circunstancia que aprovechaban para solicitar vuelos sin motor, persecuciones y toda clase de actividades físicamente agotadoras. Así, sentado bajo un sol espléndido aproveché la tregua posterior a la comida rodeado de abrazos y fascinación por el blanco de mi piel.

[Escrito el 28/09/2013]

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